Entrevista realizada por Rolando Revagliatti
1 — Van títulos, Yamila: tu infancia.
YG — Mi infancia se encuentra plagada de presentimientos, recuerdos internos, temblores de lo que habría de ser. Hoy puedo decir, el encuentro con el futuro, anticipado en cada una de las sensaciones que por entonces no tenían voz. Fui una niña emocionalmente desbordante y sumamente intuitiva; podía entrever más allá de las formas, captaba las sensaciones ajenas como una certeza. La separación entre el decir y el ser nunca me fue extraña, afectándome profundamente; lo que vivía allá afuera era tan real como lo que la apariencia constantemente desmentía. Hoy, cuando evoco episodios de mi infancia, vuelta en el tiempo y convertida, me resigno en el vano ejercicio de agudizar la mirada, con el fin, aunque impuro, de salvar a la niña, para salvar a la adulta, para salvarme a mí. En esos momentos, cuando noto que nada alcanza, porque incluso ahí, el cansancio ya se sentía, comprendo que mi niñez fue una preparación, un presagio. Me veo, sola y fría, callada, aunque extrema en lo visible tan pequeña, pero grande, reconociendo todo en todos. Así era mi mundo, explosivo y no advertido. De este modo, crecí, de esta forma soy. Pienso en mis padres y en su angustia por mi silencio. Aunque lo intente, jamás podría explicar con suficiencia el temblor natural ante mí misma, el corazón instaurando en mí su deseo de posesión, esperando por algo que, ahora sé, nunca llegaría.
Transformaba los espacios en sitios insólitos; intentaba reflejar todo aquel bullicio interno, no solo quería percibirlo, sino adaptarle un rostro, palparlo. Esa partición, me empujaba al borde, a lo excesivo. Era aficionada a disfrazarme. Salía así a tocar a la puerta de los vecinos. Ellos me recibían y yo, calcando sus formas, los llamaba por su nombre y les inventaba historias terribles. Jamás me reía, seguía el relato hasta que finalmente el hartazgo los obligaba a expulsarme. Imitaba a mis familiares, de una manera tal vez cruel. Los recreaba para vengarme de su silencio. En una ocasión, tomé la agenda de mi madre, llamé uno por uno a todos sus contactos y les dije que ella había fallecido. Era mi estilo de constatar el más allá, de acortar las distancias. Esa sensación, existente, pero invisible, es la fuerza que creó mi vida. Lo que no tiene lugar, lo que no se dice. Lo que se dice, pero no se entiende, lo inexistente bajo el techo de este mundo. La voluntad de definir el otro lado, sin luz que lo atestigüe, y, de acá, las voces que lo deforman. Encuentro en estas huellas, lo que yo creo es el alma. Muchas veces descubrirla o percibirla es sinónimo de aislamiento, de soledad. Lo cierto es que la esperanza es la consecuencia de esta antigua pureza donde la infancia representa la lucidez. Observo mi miedo, que es el suyo, y me recuerdo con la confianza que otorga saber que hay una persona viva.
2 — Recuerdos / Niñez.
YG — Si bien tengo dos hermanas, soy hija única de mis padres y me crié como tal, rodeada de mayores. Me gustaban los libros, los papeles y, sobre todo, el aroma a tinta. Trazaba garabatos con el mismo afán que si estuviera escribiendo un poema; yo era chiquita, pero aquel impulso de mi mano anticipando borrones quedó grabado para siempre en mi memoria; eran palabras sin serlas, ése era mi lenguaje: incomprensible para los demás, pero clarísimo para mí.
Vivía rodeada de juguetes. Una tarde volví de la escuela y el cuarto estaba vacío. Habían llevado todo a casa de mis abuelos paternos. Intentaron convencerme de que yo había crecido. Tenía siete años. Esa pequeña introducción a la pérdida me marcó: me veo, triste y desamparada, tomando, obligada, una consciencia cada vez mayor y contemplo a mis padres, ignorando la fuerza extrema de mi sufrimiento, sonriendo y arrebatando parte de mi inocencia mientras yo gemía, abatida por la realidad. Me senté en la cama y no pude llorar, me ahogaba, la angustia permanecía inmóvil, atascada en la garganta, como si me quisiera enseñar, como si necesitara que yo sepa que el dolor no había nacido para ser tragado. Lo que vendría se encargaría de confirmarlo.
El sótano de mi abuelo era uno de los sitios prohibidos por mi corazón, sentía pánico cada vez que aquella puerta se abría y alguien desaparecía, en ese pozo oscuro y, aparentemente, sin fondo, al que ahora me tenía que enfrentar. No me di por vencida, el sentimiento me empujaba, estaba decidida a rescatar aquellos juguetes que, para mí, tenían alma y me llamaban. Los asumía solos, abandonados, la revelación de mis sentimientos volcados en el plástico. Era la hora de levantar la mirada. Bajé las escaleras conteniendo la respiración, la retuve mientras observaba aquellos pedazos de mi infancia extraídos y habitando en tierra ajena. Era como un retorno, mi cuarto en otro lugar, el mismo, pero bajo un manto, desterrado. No era mía la decisión y no lo logré. Me sacaron incompleta, fragmentada. Yo misma era parte de mi pasado, sin regreso ni reunión aparente. En ese instante supe que todo aquello era un símbolo, la coincidencia entre dos estados cuya incógnita se daba en el cuerpo. No sabría definirlo, pero en aquel momento, para mí fatal, surgió la necesidad del lenguaje, por primera vez, como figura manifestante de ese reencuentro.
3 — La noche.
YG — Mis padres eran nocturnos. Estar levantados hasta pasada la madrugada era para nosotros particular motivo de alegría. Salíamos a pasear en coche, ellos se sentaban en algún bar y yo, en el medio, desbordante de felicidad. Al regresar, comíamos y luego mirábamos una película. Eran momentos maravillosos, donde nada podía entristecerme. Por ello, la noche es, para mí, esperanza y posibilidad, la inclusión de la palabra en todo lo olvidado, compañía y futuro luminoso, lapso de paz; en sus sombras habita esa promesa. Ofrece, además, un límite indestructible, el espacio donde nadie puede entrar ni quebrarme la voz. Así la recibo, así la padezco. Cuando la luz cae, yo revivo. Como un pasaje mágico, mi ánimo cambia, los ojos, la expresión. No logro concentrarme en nada ni en nadie durante el día, me es imposible mantenerme realmente despierta; mis almuerzos son caóticos y la cena es, para mí, sagrada, en la que no hay más que lugar para el gozo. No cierro los ojos hasta llegada la mañana. Vivo de noche y nunca me alcanza. Este amparo, el mundo en todos sus ofrecimientos, hacen de esas horas, el tiempo donde todo es posible.
Es extremadamente difícil vivir así, confuso. Cargo con una tristeza tan marcada que me invade aún en aquellos momentos donde debería intentar ser feliz. Descreo de lo que veo y me aferro a lo que siento, tal cual el alma lo establece, sin comprobación y sin posibilidad de obtener empatía alguna. El desamor es el margen que constituye mi vida. Irónicamente, ofrezco a cambio lo contrario y es tanto el desorden que se presenta a mi alrededor que nadie puede soportarme. En consecuencia: el abandono, sincero como una sombra y, asimismo, como un peso superior a mi cuerpo. Con él debo caminar, sin descanso ni sitio que me reconforte. He tenido que respirar bajo este aire envenenado tanto tiempo ya, que muchas veces me encuentro entumecida. Cuando tenía veinte años, quizás, la amargura se disipaba, porque creí tener toda la vida por delante. Hoy, indeciblemente más cansada, cambié mi aspecto por una especie de resignación que ni yo misma tolero.
La sumisión no encaja con mis huesos, pero me demoro tanto en mi interior que últimamente me encuentro cayendo a los pies de cualquier derrota. Fui indestructible, creí serlo, sin notar que, en cada batalla, en cada imposición, se resquebrajaba un poco más mi alma. Carezco de ansias, de soluciones. Rechazo todo, yo incluida. Es como si yo misma me hubiera enterrado. Si me preguntaran cuál es mi forma o proyecto, no sabría responder. Hace algunos, pocos años, hubiera dicho el cine. Hoy tampoco hallo esperanza en eso. Con respecto a la poesía, intuyo firmemente que me ha dejado más sola de lo que puedo resistir. Existe una especie de contradicción, de fatalidad, en cada página que leo; allí reside el fin de toda incomprensión, haciéndose carne la esperanza y, sin embargo, cuando salgo al mundo y me encuentro encerrada en un espacio aberrante, habitado por la premeditación, su figura retorna doble, más dolorosa. Los años pasan y el fin nunca llega, entonces me miro al espejo y descubro que tampoco estoy viva; que el tiempo, haga lo que haga, no coincide. No es más que la fugacidad convertida en consciencia, una aproximación con anhelo de final que me inquieta y me consume.
Pienso mucho en la muerte, casi constantemente, la deseo y le temo. Le tengo terror a la muerte de mi perro, y sé que mientras él exista, la mía no tiene ninguna posibilidad. Así son mis días, poco divertidos. No tengo contacto con casi nadie, ni siquiera por internet. No presento ningún interés por eso ni por nada. Seguramente muchos profesionales dirían que padezco esto o aquello, que podría componerse, que tengo solución. Sé que eso no va a suceder y tampoco quiero aplacarlo.
4 — Hogar / Cine.
YG — Nuestro hogar estaba repleto de libros y películas. Visitábamos librerías y, sobre todo, ciertos escaparates nocturnos donde encontrábamos revistas antiguas y libros usados que aún son mi fascinación. También íbamos al cine, costumbre que perdí, ya que no me gustan las multitudes y me cuesta muchísimo mirar una película y no fumar. Además de ser buen lector, mi padre era un cinéfilo apasionado. Teníamos una videoteca con más de dos mil películas, esa es mi herencia. Mi amor por el séptimo arte es, tal vez, superior a cualquier otro. Por un tiempo fui catalogadora de un sitio de cine arte; luego creé el mío propio, “Antiteatro”, muerto hoy en día. Soy fanática de Werner Herzog y de John Cassavetes, profeso un amor sobrehumano hacia Rainer Werner Fassbinder; admiro a Pier Paolo Pasolini, no solo como cineasta, sino como ser humano, en todas sus expresiones; a Carl Theodor Dreyer, creador de uno de mis films preferidos: “Gertrud”, de 1964, figura del amor absoluto; Ingmar Bergman y, sobre todo, Andréi Tarkovski: poesía hecha materia. Diría que la película que más me identifica es “Gone with the wind”: la revolución nacida de los golpes, del fracaso, elevando el amor a su grado más alto, el sacrificio. La lucha, abierta y total contra el rencor, surgida de un mundo que no parece enterarse del sufrimiento y esconde las manos con un egoísmo desalentador. Esa debilidad transformada, instalada en el borde de las heridas que sostienen los cimientos, es el resentimiento evolucionando hacia una acción superior. La protagonista resiste, hallando su fuerza en cada latido enterrado en los escombros, mediante el impulso constante del corazón. La película es la historia de la voluntad, la voz del alma buscando su lugar. La esperanza, tantas veces fiel, amarga e incómoda, puede llegar a enloquecerte cuando no lo estás intentando, pero es a través de esa pulsión donde la palabra encuentra su verbo: Dios o nombrar y que suceda. Es una obra maravillosa que jamás me canso de ver.
5 — Colegio.
YG — El colegio nunca me gustó. Iba a doble escolaridad y lo sentía agotador. Era pésima en Matemática, peor en todo. Presenté muchísimos problemas de conducta: até a una compañera con una soga de saltar. Engañándola, la puse de cara contra la pared y la empujé. En otra ocasión, tiré a otra por las escaleras. Los niños eran muy crueles, me hacían constantemente a un lado y yo, dentro de mi inocencia, quería que me expliquen el motivo. Nadie lo hacía y a mí me generaba una impotencia, una sensación de injusticia que no podía controlar y reaccionaba salvajemente. Alteraba entonces situaciones con el fin de incomodarlos: ocurrió una vez que hacían una ronda y no me permitieron participar. Fui al baño, me despeiné, desgarré mi ropa, me presenté en el medio del patio de juegos como una aparición y le dije a la maestra que los niños me habían lastimado. No era mentira. Entendía aquello como un abuso. Quería el encuentro cara a cara con alguien que me diga el motivo por el cual yo no pertenecía. Jamás lo logré.
Al comenzar el secundario, descubrí la música y no hubo retorno. Me sentía incluida, respaldada. Hallé en eso la libertad. Continué cursando hasta que, finalmente, en segundo año, abandoné.
6 — Adolescencia / Introducción a la escritura.
YG — Al dejar los estudios me dediqué a la tarea de plasmar mi furia en el papel. Mi padre me había obsequiado una de sus máquinas de escribir; las tenía a montones, ya que las coleccionaba. Toda la noche leía y escribía. Podía hacerlo porque gozaba de total autonomía. En esa etapa me volcaba a los relatos. El primero que escribí se titulaba “Corte de luz universal”. Trataba sobre un ciego a quien su esposa, ya fallecida, le había asegurado que se había cortado la luz en el mundo, que nadie podía ver nada. Y así vivía, amparado por aquellas palabras, alejado de todo contacto, preso a la vez de una pertenencia y universalidad sostenida en la mentira. Hasta que alguien llama a su puerta, una antigua amiga que intenta decirle la verdad. Él elige no creerle y le arranca los ojos. Era un cuento corto, de una página, y en la última oración exclamaba: ¿era o no cierto que se había cortado la luz en el universo?
Disfrutaba, las horas no tenían su peso y la vida parecía infinita; aún conservo aquellas hojas, ya amarillas, cuando lo único que hacía era escribir. Mi mundo cambió a partir de “Rayuela”. Un amigo de mis padres me lo regaló. Yo tenía trece años. Comencé a leerlo y de inmediato quedé fascinada. Aquel era un lenguaje similar al mío, las palabras que había ideado de niña y que solo yo comprendía. Y si bien no tenía las herramientas externas necesarias para entenderlo, creí comprenderlo en un nivel más allá de lo físico, ahí encontré mi escudo más íntimo en convivencia con un corazón demasiado real; todas las referencias eran nada comparadas con el significado que aquella novela de Cortázar tuvo en la insinuación explícita de mi alma.
Empecé también a llevar un cuaderno. Toda mi voluntad estaba puesta en la tarea de escribir. Pasaba las noches en vela, deslumbrada. La calma de aquellas horas me permitía el encuentro de lo supremo con lo imperfecto, la búsqueda de la forma, la esencia que la palabra posee en sí misma, consagrada a ese nacimiento donde la extensión era el poema; y con ello llegó el aislamiento, la separación. No tenía a nadie cerca, solamente mis libros y el peso que los contenía. Creí no necesitar nada más. Me empeñé en existir únicamente cuando me encontraba en el mutismo que permitía mi cuarto, comprendida, protegida. Las personas me irritaban, salir a la calle era un martirio. Cuando lo hacía, no estaba realmente ahí, moraba en otro lado, en el borde de los cuadernos, de los poemas.
Me encerré tanto que mi adolescencia fue confusa. Todo lo demás era escaso, incomprensible. El mundo era atroz y la poesía me mantenía viva. Por esta razón, cuando el abismo fue superior a cualquier símbolo, quise alejarme impulsada por el rechazo. Me obligaba a creer, paralizándome. Me conservaba en este mundo donde no aparecía un alma viva. Las personas siempre me decepcionaron y yo hallaba entre mis libros verdaderos amigos. Mi poeta argentino preferido es Ramponi; y del mundo, siempre, Arthur Rimbaud: su prosa completa es el único libro que llevo en mis viajes, ninguno más; casi que lo rezo de memoria, pero siempre hallo en su voz un nuevo mundo, secreto y reservado. También encuentro en San Juan de la Cruz lo que jamás pude transferir a las palabras. Por este motivo, su existencia me sana y me calma.
(Segue na próxima edição)
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Entrevista realizada a través del correo electrónico: en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Yamila Greco y Rolando Revagliatti.
Yamila Greco nació el 29 de agosto de 1979 en Buenos Aires, ciudad en la que reside, la Argentina. Sus poemarios “Sobrevivir es una curvatura” (Casa Litterae Editores) y “Respirar puede ser un fracaso” (con prólogo de Daniel Rojas Pachas, Editorial Cinosargo, 2009) fueron publicados en Chile y en soporte electrónico. Ha sido incluida en las antologías “Niños que se tragan la luna” (selección de José Antonio Castillo Riaño y prólogo de Benjamín Valdivia, El Cálamo Editorial, México, 2009), “Cadáver en mano” (Visceralia Ediciones, Chile) y “Verso a verso” (selección y prólogo de César Melis, Editorial Dunken, 2008). Poemas suyos han sido traducidos al italiano, inglés y catalán. Para la revista-e mexicana “Círculo de Poesía” efectuó en 2009 la selección de poemas para “Breve muestra de poesía argentina actual”. Además de haber colaborado en numerosas plataformas de Internet, lo hizo en diarios y revistas de soporte papel: “La Gualdra” (suplemento cultural del periódico “La Jornada Zacatecas”), “Casa del Tiempo” (México); “Fanzine Formidable”, “El Invisible Anillo”, “Nayagua”, “Pélago” (España); “Avatares” (Colombia); “Lilith” (Argentina), etc.